Eugenio Espejo fue ciertamente un hombre de la Ilustración. Asimiló
las ideas que los pensadores modernos echaban a circular desde Europa.
Poseía una biblioteca apreciable. Se entusiasmaba con los nuevos libros.
Y congregaba en su hogar pobre y solitario a los jóvenes de Quito,
para explicar y comentar la doctrina de aquellos. Se lo consideraba un
verdadero filósofo (tal se desprende de las palabras de José Mejía, una
de las personalidades más cabales dentro de la oratoria en lengua
castellana, y en cierto modo discípulo de Espejo). Pero en su espíritu
hallaban lugar no únicamente las ideas de su tiempo, sino también las
de los clásicos. Estos ejercían sobre él mucho sugestión. Los citaba a
cada paso. Y hasta prefirió la estructura de los diálogos a la manera de
Luciano para exponer sus propias enseñanzas. Por eso se llamó a sí
mismo "el nuevo Luciano de Quito", o "despertador de los ingenios", que
es precisamente el título de la primera obra que escribió. El
propósito que entonces alentó y que persistió a lo largo de su carrera,
fue el de hacer una crítica sin contemporizaciones al estado
intelectual de la Colonia.
El caso de Espejo es de los más únicos de nuestra América: por su
ancestro, por su condición social, por sus estudios, por su labor de
investigación científica, por su labor en el periodismo. Por su crítica
de la educación pública y de las instituciones españolas. Por su
docencia estética, por su nítida comprensión de la realidad americana,
por su empeño revolucionario, mantenido con el sacrificio de la propia
vida, y llevado hasta los países vecinos con ánimo ejemplar, Espejo fue
"una de las figuras más descollantes de la Ilustración", y sus libros
"la mejor exposición de la cultura colonial del siglo XVIII".
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